El agorero de Clemencia.
Esa mañana después de una mala noche se despertó con la sensación terrenal de morirse ese día soleado de enero, lo sabía porque por primera vez en su ya larga existencia entre nosotros sentía el impulso animal de comerse las guayabas que maduraban en los patios de sus vecinos, había vivido más de ochenta años sin alimentarse y solo ingería botellas de ron blanco no solo para emborracharse sino para eliminar la pequeña flora que brotaba de sus tripas en desuso, se levantó de la cama con un impulso juvenil que hizo traquear todos los rincones de su desgastado cuerpo, era delgado y frágil; debajo de su piel se podían ver el lugar donde sus huesos se unían para formar las articulaciones en medio de una sarta de tendones. Ya de pie miro con ojos alucinados el olor a guayaba madura que se filtraba mezclado con los llameantes rayos del sol que se asomaban por los huecos del oxidado techo de zinc, se acercó despacio a la ventana para ver de cerca el tenue perfume de las frutas que le ha