Los Gitanos, los errantes que descubrieron la libertad.

 Aparecieron en Europa en el siglo X, su tez morena, y los vistosos atavíos de sus mujeres contrastaban con la lúgubre apariencia de los europeos que disfrutaban cuando las caravanas de carretas aparecían sin avisar en las pequeñas aldeas, anunciando la llegada de los saltimbanquis, de los danzantes y domadores de caballos, que iniciaban con sus panderetas las fiestas públicas de los egiptanos, que más tarde fueron conocidos por gitanos. 

Fueron los nómadas, que eran concebidos por amor enloquecido bajo la tenue luz de las estrellas, cuando el deseo podía más que el recato y se acostaban el suelo para aparearse como animales, sobre los pastizales o las piedras de los caminos, solo conducidos por las necesidades apremiantes del amor, porque los gitanos no conocían los recatos de la escolástica ni tampoco el carácter misógino del Deuteronomio, por eso se amaban sin ataduras en los momentos precisos en que las ganas nublan los recatos.

No tenían más patria, que sus carretas, las que les servían en el día como tarimas para sus espectáculos de carnaval y por la noche para dormir; no duraban en el mismo sitio más tiempo que el ciclo lunar, los veían partir con la misma algarabía de circo y el mismo bullicio de fiesta de cuando habían llegado. Así era el pueblo gitano, los errantes dueños del mundo a quienes designaban como los únicos sobrevivientes del cataclismo de los Atlantes, los descendientes directos de los faraones, los expulsados del paraíso que buscaban por siempre la tierra prometida, los verdaderos descendientes de Caín, los herejes dueños de las mancias;  fueron tantos los misterios y tantas  las leyendas sobre su origen, que, hasta el día de hoy, ni la ciencia y mucho menos la historia puede descifrar el acertijo de sus inicios.

No tenían escritura para su lengua milenaria, por eso no dejaron el rastro simbólico impregnado en la eternidad que te dan los libros, hablaban una lengua milenaria que contenía fonemas de todas las lenguas orientales, el Romaní, su lengua ancestral, aún se habla en las frías montañas de Cárpatos, en los extensos sembrados de tulipanes muy cerca a Ámsterdam y en caóticas avenidas de Manhattan. 

No tenían más posesiones que los talismanes bendecidos que colgaban de sus hombros y que los protegían del mal de ojo y de las maldiciones de sus perseguidores, no tenían más riqueza que los objetos que podían transportar en sus carretas y los abalorios y baratijas que adornaban a sus mujeres.

Los Gitanos fueron igualitarios y comunistas mucho antes que la revolución de octubre, conocían que Dios era el universo mismo, y que además no era un Dios inquisitivo;  muchos antes de que lo anunciara Baruch Espinoza, sus mujeres eran libres mucho antes que las revoluciones feministas de los sesenta, los gitanos eran deterministas, porque conocían que el destino de los hombres estaba dibujado en los surcos imborrables de las manos o en los designios inalterables de los veintidós arcanos del tarot.

Mientras los reyes europeos se mataban entre sí, disputando las tierras de sus dominios, los gitanos solo tenían la tierra que se acumulaba en la suela de sus zapatos, no tenían una patria para defender y morir, no sembraban la tierra porque sobre la tierra crecen raíces que no dejan moverte, eran libres como sus caballos danzarines, su patria era el mundo, eran ciudadanos sin banderas, guerreros sin estandartes, artistas de la vida, paladines de la libertad.

Para ser libre no se necesita poseer nada, solo una guitarra y una pandereta y tal vez unas castañuelas.

Las Gitanas son hermosas porque la belleza es morena, sus danzas similares a los movimientos perfectos de la cobra delatan el origen indio de los gitanos, los lingüistas afirman que el Romani contiene los sonidos muy propios de los hablantes del norte de India, que sus genes morenos y danzantes coinciden con los rasgos físicos de las tribus pakistaníes que aún perduran en su destino errante viviendo en campamentos temporales y vestidos con ropajes multicolores de los gitanos. 

Gabriel García Márquez, en reconocimiento a la grandeza del pueblo Romaní, revistió a Melquiades con el aura mágica que distingue a los gitanos, en cien años de soledad la historia de los errantes es magnificada, y su presencia perpetuada por la pluma inmortal del gran escritor.    


        

    


 

     


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