Los locos que nos traían de Medellín


 

 

 

Al principio solo era un rumor, pero luego descubrimos que nuestros temores eran ciertos cuando comenzamos a verlos en mayor número de lo imaginado, tenían una apariencia diferente a los locos locales porque su piel aún conservaba la tersura bajo las costras de mugre; eran  gente del páramo que a pesar de tener la mala costumbre de no bañarse;  muy propia de los locos, aún conservaban los rasgos delicados que tiene la piel de aquellos que viven en las montañas de los Andes.

Quienes pierden el juicio lo primero que los delata es la solitaria propiedad de hablar para si mismos; los locos tienen respuestas, más no preguntas, es como si su integridad estuviera dividida; una segunda presencia;  imperceptible y silenciosa que hace las preguntas, y una externa y escandalosa que emite contestaciones acaloradas y vociferantes con gesticulaciones convincentes  de un lenguaje histriónico muy propio de aquellos que han perdido la razón; fue así que nos dimos cuenta que aquellos locos no eran nuestros, porque tenían el tono metálico y perfecto de las gentes que viven en el interior del país.

 Para esos tiempos, Montería era muy grande para ser definida como un pueblo y muy pequeña para ser una cuidad; los locos llegados en hordas anteriores defendían  con técnicas de manadas embravecidas los pocos espacios que les servían de refugio; era muy común verlos armados de varas y palos, y con técnicas de espadachín defender los  dormitorios en los  andenes, los escondrijos debajo de las escaleras, los pasadizos próximos al mercado y las pocas bancas de los parques cercanos.

 Hay locos que con el tiempo pierden la propiedad natural que tienen los cuerdos de dormir de noche y vivir de día;  esos que generalmente son atormentados por espantosas pesadillas y delirantes visiones que solo aparecen cuando duermen; aquellos locos insomnes  fueron los primeros en adaptarse sin esfuerzo a su nueva condición de huéspedes en una lugar que no estaba diseñado para albergar a tanto desquiciado, su perpetua vigilancia los condenaba a vagar en círculos por las mismas calles de día, y también de noche. Esos que habían perdido el primitivo instinto de la territoriedad y vagaban insomnes por físico miedo a dormir para no darle la menor oportunidad a las presencias fantasmales que se les aparecían en sus pesadillas.

Los rumores eran ciertos; las autoridades sanitarias de Medellín crearon una brigada de hombres especializados en la casería de locos ambulantes; con engaños infantiles capturaban a los más dóciles y con artes de cacería atrapaban a los violentos y reacios a ser cazados; en los mismos camiones que llevaban el ganado a los mataderos, eran regresados llenos de locos que eran transportados con las mismas técnicas de vaquería con que eran conducidos los novillos de engorde que dejaban en los mataderos.

 

Usando mañas de contrabandistas los camiones regresaban con su carga humana de locos espantados que eran tranquilizados con barbitúricos de manicomio que le daban a los locos una apariencia dócil para evitar desbandadas y motines de reclusos  en pleno viaje.

Al llegar, muy cerca a los barrios de la periferia eran descargados con los mismos cantos de vaquería y con los mismos artificios punzantes con que se espantaba el ganado en los corrales de sacrificio.

Medellín se quedó sin sus locos y nosotros invadidos de alucinados vagabundos y exiliados; era muy común ver a la bella adolescente de figura angelical caminando completamente desnuda cuando sucumbió a los zarpazos libidinosos de un camionero que la cubrió con su chaqueta y se la llevó. a su casa paterna para presentarla como su esposa, o el anciano de aspecto bíblico y barba de profeta que, sentado en los bancos de la avenida, predicaba con aire sacerdotal la segunda venida del redentor; o el joven de aspecto inofensivo que se hizo cortes de carnicero en los brazos; había perdido la razón cuando una banda de desalmados llegó a su casa de campo y destruyó a toda su familia en su presencia con los mismos machetes y azadas que usaban para trabajar la tierra, su alma de niño quedó atrapada para siempre en la encrucijada de la locura; vimos  al hombre que defecaba en público y se comía todas sus miserias delante de todos, afirmando que había encontrado la solución al hambre de este mundo de injusticias, o a la mujer vestida con impecable traje imperial, adornada con joyas de abalorios diciendo en público en un  impecable francés renacentista  que era la reencarnación de María Antonieta o escuchar al profesor de física cuántica que enloqueció en plena cátedra universitaria cuando trataba de explicarle a sus alumnos que somos los personajes oníricos de una inteligencia soñadora  que no piensa en despertar.

Había tanto loco suelto que ya los cuerdos empezaron a tener el temor que la esquizofrenia podría adquirir las propiedades de una enfermedad contagiosa transmitida por la convivencia y la cercanía, desencadenando los deslices temporales con la realidad muy propios de los siquiatras y de los carceleros de los manicomios.

 Montería estaba lleno de locos, algunos no se adaptaron al pequeño espacio y al calor del Caribe, y haciendo uso de la extraña facultad que tienen las palomas  para orientarse, emprendieron el camino de regreso en busca de las tierras altas donde alguna vez vivieron sus vidas de gente cuerda, mucho antes que las densas nieblas de la locura perturban la claridad de su buen juicio.

Había tanto  loco suelto que algunos  acabaron confundiéndose con los cuerdos;  los podíamos ver con una actitud apacible sentados en las bancas de la catedral escuchando impávidos los sermones dominicales, o tomando un refrescante baño matutino como Dios los trajo al mundo en las fuentes de los parques, o pasando desapercibidos por el mercado en busca de comida en descomposición para comer, mezclándose con los lúcidos en la primitiva actividad humana  de alimentarse.

 

 

 

 

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