La diosa de los seminaristas

Tenía zancadas de potranca y sus carnes tenían un volumen femenino que le daban una apariencia mayor a su cara de niña,  sus ojos luminosos que volvía locos a los seminaristas con el solo hecho de mirarlos con una aptitud pícara y seductora. 

De sonrisa pronta que dejaba ver la alambrada  perfecta de su dentadura recién mudada que aún conservaba los espacios interdentales para abrirle espacios a los dientes en crecimiento, debía tener oído de tísico y escuchar desde su casa los campanazos de salida en las tardes de deportes, o tal vez contaba con el enigmático artilugio de temporalidad que tienen los pájaros que les permite regresar a sus nidos en el momento exacto de ponerse el sol; porque a esa hora precisa comenzaba con su desfile solitario por la ruta de retorno que tomaban los estudiantes al salir del claustro casi cuando moría la tarde . 

Era feliz siendo observada, sus ademanes femeninos adquirían los movimientos perfectos de la pasarela y su cabello en llamas adquiría el brillo crepuscular del sol que empezaba a agonizar en la trampa diaria que le tendían los arreboles encima  del  cerro que bordeaba al seminario;  su apariencia dorada y sus ojos esmeraldados le daban un halo de apariencia onírica que la dejaba ver ingrávida como si flotara a pocos centímetros del suelo pedregoso y polvoriento que nos conducía al seminario, su figura adquiría la flotabilidad muy propia de los fantasmas y su gracia infantil le daba la apariencia de un ser que no era de este mundo.


Era Berenice Zumaquéta  y su belleza nórdica no encajaba en un barrio de pobres, en dónde aquella presencia  angelical era vista con asombro y desconcierto en un suburbio poblado por zambos y mestizos en desgracia.

En los pasillos del seminario era común escuchar los comentarios reveladores de los imberbes que  declaraban en publico que sus primeras aventuras masturbatorias llevaban la impronta imaginaria de la rubia atrevida que los hacía soñar con sus pechos alborotados y la cascada dorada de sus crines que se precipitaban en una cascada de oro puro hasta  morir mas allá de donde termina la cintura.

Su gracia de mujer prematura aumentaba cada vez que los pequeños grupos de estudiantes le recitaban en voz alta los mismos piropos obscenos de todas las tardes; otros más decorosos le decían en coro,  “ si así como caminas, cocinas yo me como hasta el pegao’,  otros más tímidos y retraídos solo se conformaban al ver a la potranca albina que desfilaba feliz en medio de aquellas caminatas que alborotaban al batallón de adolescentes lujuriosos que esa misma noche, mucho antes de dormir tenían sueños lúcidos con aquella criatura que les hacia expulsar en una jugada maestra de manos y dedos hasta la última gota seminal de su pronta existencia.

Con el tiempo los más osados siguiendo los rastros de sus pasos lograron determinar el sitio exacto de su morada; descubrieron que era la menor de cinco hermanos y en incursiones secretas descubrieron que era más linda sin el maquillaje vespertino; que su cabello liberado de las ataduras de su cintillo adquiría las dimensiones desproporcionadas que tenian las pinturas griegas cuando los artistas se esforzaban por retratar a las diosas del Olimpo; notaron que en la intimidad de los suyos su andar de potranca adquiría los desplazamientos rítmicos que tienen las bailarinas rusas cuando se despiden del escenario. Locos de amor juvenil llegaron al principio con el infantil pretexto de estar extraviados en aquella vecindad de rufianes; otros llegaron en horas nocturnas en los carros robados a sus propios padres  tratando de impresionar a la bella caminante con la escusa fácil de estar pinchados y en presencia de todos cambiaban la llanta buena por otra en mejor estado, solo para tener la dicha de estar en el frente de la casa de aquella diosa que no sabía que hacer con tanto vehículo pinchado;  con tanto estudiante extraviado; con tanto seminarista sin rumbo que por fin dieron con la casa en dónde vivía la niña de sus noches solitarias.

Muchos años después, debo recordar los pasos lentos pero seguros de aquella niña que se hacia vestir y maquillar de mujer,  solo para tener el gusto de ser admirada y amada por los discípulos de Luis Alonso León Pereira.

Comentarios

  1. Maravillosa narración repleta de ricas figuras literarias, afirmó un poco atrevido que hay desperdicios de verbos, muy, muy rico lo contado y decorado con belleza. Felicitaciones al autor

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