Las sanaciones de Maria Sabina con la ayuda de sus niños santos.

Sanaba a la gente atrapada en las alucinaciones psicodélicas de sus hongos, en medio de una perfecta comunión con las visiones luminosas de colores ignotos y los inspiradores versos de sus cantos que acompañaba con el ritmo acompasado de sus diminutas manos de chamana, María Sabina lograba expulsar entre vómitos desgarradores las enfermedades que se materializaban ante todos en una sopa maloliente y espesa que todos podían ver en medio de la bruma que producían los sahumerios de tabaco con cal y ajo molido.

   Lo hacia de noche en rituales que ella misma llamaba veladas; rodeada de sus enfermos que venían de todas partes del mundo para ser sanados en la humilde choza de barro enclavada en la cima de su ancestral Sierra Mazateca, en el estado de Oaxaca en lo profundo del México indígena.

Los enfermos poseídos por la visiones luminosas de los hongos que ella misma les hacía comer, en medio de sus cantos y el ambiente enrarecido de sus sahumerios,  lograba una perfecta comunión con los habitantes etéreos de las dimensiones espirituales,  que eran despertados por el influjo psicodélico y que acudían presurosos al alivio de sus enfermos, que sentados en el piso de tierra de la humilde choza de india,  se revolcaban en sus propios vómitos y podían ver con sus propios ojos la sustancia maligna de sus padecimientos en la miseria de sus vómitos.

A la humilde choza de barro acudían no solo los enfermos, sino que llegaron los sanos para conocer el secreto de sus cantos de india pura, para lograr interpretar los efectos milagrosos de sus hongos salvadores, a quienes ella llamaba con aire maternal los “Los niños Santos”. Uno de  esos visitantes fue el banquero  Robert Gordon Wasson, quien publicó su libro El hongo maravilloso: Teonanácatl Micolatría en Mesoamérica,  lo hizo ante el público norteamericano en pleno auge de la cultura hippie, lo cual despertó gran interés por la pequeña chamana mexicana que de la noche a la mañana se vió acosada por curiosos extranjeros que traían a sus propios enfermos solo para tener la fortuna de fundirse con  el aura santificada de los sahumerios de tabaco y cal; los vómitos exorcizados de los que sufren, los cantos infantiles de María Sabina y el ambiente gaseoso de la humilde choza de barro en donde los que sufren encuentran esperanza.

Muy pronto los hippies de New York se dieron cuenta que la   La psilocibina (también conocida como 4-PO-DMT o 4-fosforiloxi-N,N-dimetiltriptamina); presente en los Niños Santos de María Sabina no solo servían para viajes luminosos en donde la conciencia se pierde en los inciertos caminos de la sinestesia,  sino que en la Sierra Mazateca se usaba para sanaciones a desahuciados, la sustancia fue finalmente sintetizada por   el químico suizo Albert Hofmann,  quien la mostró al mundo como solución a los deprimidos y salvación para los melancólicos.

María Sabina murió mas pobre de lo que nació; su vida transcurrió en la guerra diaria de los pobres en contra del hambre y el sufrimiento; decía a sus visitantes que, para lidiar con el aura sanadora de sus Niños Santos, había que estar alejada de las cadenas libidinosas que te ponen los maridos; que la pureza sanadora solo se consigue con la abstinencia y que la perfecta comunión con los hongos solo se logra con la pureza de los ascetas.

Ella decía que sus hongos una vez ingeridos adquirían vida propia, sentía que les hablaban y la conducían por los caminos inciertos de la conciencia en donde era orientada por senderos luminosos empedrados de esperanza y delimitados por infinitos sonoros, en donde escuchaba las sentencias salvadoras de sus Niños Santos, que le hablaban en el  idioma de las imágenes sonoras que resplandecían sin formas en el alucinante mundo de los hongos de María Sabina.

Los invito a profundizar en el tema leyendo la inspiradora obra de mi autoria, un libro fascinante y magico, en donde la realidad desborda a la ficcion.

En los cuentos proscritos libro de mi autoría, el Agorero de Clemencia, tiene la facultad de ver los colores, de escuchar el fino olor de las guayabas que se filtra por los huecos del viejo techo de zinc, tenía la propiedad de percibir en un impulso primario sin usar la precaria y limitada percepción que nos brinda la engañosa carne.

 

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